Mártir mexicano del secreto de confesión

El secreto de confesión que -bajo pena de ser excomulgado- obliga a todo sacerdote- ha inspirado a novelistas y productores cinematográficos.

Fue así como Josef Spillman escribió una novela titulada, “Una víctima del secreto de la confesión” en la cual un sacerdote, que absuelve a un asesino tras haberlo confesado, no puede evitar que le acusen del crimen cometido. Fiel a su deber de respetar el sigilo sacramental, guarda silencio y -tras ser sometido a juicio- lo condenan a muerte.

Fue así como el cineasta Alfred Hitchcock llevó a la pantalla grande la exitosa película: “Mi secreto me condena” en la cual el argumento viene repitiendo casi lo mismo que en la novela mencionada anteriormente.

Afortunadamente, tanto la novela como la película, tuvieron un final feliz ya que -sin que el sacerdote violara el secreto- se descubre al culpable, se le castiga y el buen párroco es aclamado como todo un héroe.

Sin embargo, hubo una historia real que giró en torno al mismo tema y que, por desgracia, no tuvo un final feliz.

Se trata del caso de San Juan Nepomuceno, sacerdote que gozaba del todo el aprecio y confianza del rey Wenceslao quien le exigió que le revelara lo que su esposa le había dicho en confesión.

San Juan Nepomuceno se niega, el rey se indigna y ordena que -después de torturarlo salvajemente- lo arrojen al río Moldava que es el que pasa por la ciudad de Praga.

Hoy en día la Iglesia Católica venera a San Juan Nepomuceno y a él se encomiendan quienes le piden que vele por su buena fama.

Pues bien, aquí en México tenemos también un héroe al estilo de la película y novela mencionadas; un mártir que -como lo hiciera San Juan Nepomuceno- prefirió el martirio antes que revelar lo que había escuchado en confesión.

Se trata de San Mateo Correa, nacido en Tepechitlán (Zacatecas) y de quien se dice que fue él quien preparó al Padre Pro para su Primera Comunión.

Los hechos tuvieron lugar en plena persecución religiosa o sea allá por los atribulados tiempos de la guerra cristera.

Un día de febrero de 1927, el Padre Mateo Correa, párroco de Valparaíso (Zacatecas) viajaba a bordo de un carro de mulas hacia un rancho cercano para administrarle los últimos sacramentos a una enferma.

El Padre Correa tenía en aquel entonces más de 60 años de edad. Era un santo varón que -gracias a su amor a los pobres, piedad edificante y dulce trato- había logrado que muchos descarriados volviesen al buen camino.

Cuando se dirigía a darle los últimos sacramentos a una moribunda, fue capturado por unos soldados que pasaban por allí y que lo llevaron a Fresnillo.

Ya en la cárcel, sufre infinidad de burlas, insultos y humillaciones. De allí lo trasladan a Durango y, en el camino, el general Eulogio Ortiz le ordena confesar a unos cristeros que llevaba presos.

El Padre Correa, fiel a su ministerio sacerdotal, los confiesa alentándolos a bien morir.

Una vez que los hubo confesado, el general Ortiz le ordena que le cuente lo que le habían dicho en confesión.

El Padre Correa se niega y , al día siguiente, 6 de febrero, es el mismo general Ortiz quien le priva de la vida disparándole con su pistola calibre 45.

Tras haber permanecido el cuerpo abandonado durante tres días, un grupo de personas lo recoge para darle digna sepultura.

Con el paso del tiempo, los restos fueron trasladados a la catedral de Durango y es allí donde actualmente reciben la veneración de los fieles.

San Juan Pablo II lo canoniza, en mayo de 2000, junto con otros sacerdotes y seglares martirizados durante aquella persecución.

Como anteriormente dijimos, aparte de haber sido martirizado por su condición de sacerdote, en el caso de San Mateo Corre, encontramos un nuevo elemento: Fue sacrificado por negarse a violar el secreto de confesión.

Un caso de la vida real y no inventado como cuando la imaginación da vida a una buena película o a una apasionante novela.

El martirio de San Mateo Correa lo pone al mismo nivel de San Juan Nepomuceno.

Y así como San Juan Nepomuceno es el patrono de la buena fama ante quien oran quienes le suplican que los libre de calumnias; consideramos que también San Mateo Correa podría ser invocado con la misma finalidad.

Quienes en Praga visiten la catedral de San Vito podrán admirar el magnífico sepulcro construido en honor del Santo de la Buena Fama.

Ahora bien, sin necesidad de ir tan lejos –pocos pueden hacerlo- aquí en México, en la catedral de Durango, se veneran los restos de un hombre valiente, de un auténtico héroe del cristianismo que supo dar testimonio en favor de la buena fama.

Ni duda cabe que, también a San Mateo Correa pueden encomendarse quienes teman que, por insidias o calumnias, su buena reputación pudiera verse enlodada.
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Nemesio Rodríguez Lois

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