AMLO ¿Lula o Chávez?

La noche del 1 de julio, cuando escuché el sencillo pero potente discurso de Andrés Manuel López Obrador para agradecer su triunfo electoral ante miles de mexicanos en el Zócalo de la Ciudad de México, tuve un déjà vu.

Me remonté a la noche del 27 de octubre de 2002 cuando, en la avenida Paulista, vi a Luiz Inácio “Lula” da Silva dirigiéndose al pueblo como presidente electo de Brasil. El exsindicalista llegaba al poder después de tres tentativas frustradas y se respiraba en el ambiente la misma euforia popular que ahora con la victoria de López Obrador.

Sin embargo, algunos brasileños también se preguntaban si Lula encarnaría el castrismo cubano; y no pocos mexicanos se preguntan hoy si López Obrador será un nuevo Hugo Chávez. En mi opinión, ni Lula convirtió Brasil en una nueva Cuba ni López Obrador gobernará -por lo menos no en un primer mandato- como el dictador venezolano.

No es tiempo para afirmaciones contundentes. Es tiempo de observar. Con todo, la forma en que se consolidó el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), la actuación de su candidato en campaña, sus alianzas y los primeros pasos dados -aún antes de asumir el cargo- me llevan a inferir que López Obrador está más cerca de Lula que de Chávez.

No sólo porque el dictador venezolano instauró una dictadura comunista con el respaldo absoluto de una élite militar controlada por el Cártel de los Soles, con quien domina el narcotráfico y otras actividades criminales en el país, ni porque Morena y el Partido de los Trabajadores (PT), fundado por Lula, tengan un programa ideológico parecido.

Creo que hay algo más, que tiene que ver con la forma en que el PT ejerció el poder e incidió en el sistema. Esta sigla, gobernó Brasil del 1 de enero de 2003 hasta el 31 de agosto de 2016, cuando la presidente Dilma Rousseff fue retirada de su cargo a través de un largo proceso de impeachment (impedimento).

La llegada del PT al poder generó enormes expectativas de cambio, fundado en 1980 por académicos, sindicalistas, exguerrilleros y miembros de comunidades eclesiales de base, enarboló con una narrativa simple, eficaz y poderosa la bandera de la ética en la política.

El lema de la campaña de Lula da Silva en 2002 fue “Quero um Brasil Decente”, sus dos principales propuestas de campaña se resumieron en acabar con la corrupción y con la miseria. El candidato dejó de lado el perfil duro que hasta entonces le había caracterizado y asumió un tono sorpresivamente moderado que convenció a la población y al mercado.

Se comprometió en la Carta al Pueblo Brasileño, tres meses antes de los comicios, a realizar cambios “pero garantizando el crecimiento con estabilidad”.
El país se pintó totalmente de “rojo”, no venció sólo en una de las 27 entidades federativas. Alagoas fue para Lula lo que Guanajuato para López Obrador.

Los dos gobiernos del exsindicalista fueron estables y prósperos, incentivó el consumo y abrazó cierta “ortodoxia” económica. Además, a través del programa “Fome Zero” [Hambre Cero], que después se transformó en “Bolsa Familia” [Beca Familiar], atendió a poco más de 46 millones de personas que vivían en la miseria o la pobreza, y que se convirtieron en sus más fieles electores, nada menos que un tercio del padrón.

El petista se instaló en el mando con un “bono” que parecía inagotable. Esta imagen es reveladora: en 2003 entró al Congreso, acompañado de todos los gobernadores -oficialistas y “opositores”- para entregar personalmente dos reformas profundamente impopulares, una de pensiones y otra tributaria, que fueron aprobadas.

Este “bono” se extendió por casi dos años y medio hasta que, en 2005, uno de sus aliados en la Cámara de Diputados, Roberto Jefersson, denunció que el gobierno pagaba una mesada (de allí el nombre del escándalo “mensalão”) a parlamentarios de diversas siglas para garantizar la aprobación de sus proyectos y lo hacía a través de la cúpula del PT.

Así, progresivamente, el petismo fue revelando su verdadero rostro. Aquellos que representaban la esperanza de cambio, en realidad operaron durante sus casi 16 años una regresión al proceso de democratización iniciado formalmente en 1985.

El PT buscó desde el principio una permanencia de largo alcance en el poder. Según el propio Lula, pretendían instalarse por lo menos por cinco décadas en la presidencia. Da Silva fue reelegido en 2006 y consiguió, gracias a su enorme popularidad, que Dilma Rousseff, de personalidad gris, fuera electa en 2010 y reelecta en 2014, aunque ya por una ventaja muy pequeña.

José Dirceu, uno de los hombres fuertes del partido, en un discurso a sindicalistas de Bahía durante la campaña presidencial de 2010, aseguró que la elección de Rousseff era más importante que la del propio Lula en 2002 porque “ahora con la llegada de Dilma no estamos eligiendo a una persona, es el proyecto que está consolidándose en el poder”.

Los petistas impulsaron progresiva cooptación de los diversos poderes públicos y órganos de Estado, lo que llevó a una fatal simbiosis del partido con el gobierno y del gobierno con el Estado. La palabra usada en portugués para este proceso es significativa: “aparelhar”, convertir algo en pieza o parte del “aparato” de poder.

El PT no era un partido único pero sí intentó imponerse como partido hegemónico a través del cual pasaban todas las negociaciones del sistema. En paralelo, Lula se dedicó a fortalecer y “empoderar” la figura presidencial como no se había visto desde los gobiernos populistas de Getúlio Vargas en los 30 y 50 del siglo pasado.

El Estado y los recursos públicos fueron tratados como “patrimonio” de la sigla, con el consecuente enriquecimiento de aquellos que eran “os novos donos do poder”, para usar la expresión clásica del jurista Raymundo Faoro.

Los “nuevos dueños” eran esa base, más o menos amplia, de líderes del partido -una especie de nueva nomenklatura- y sus más cercanos aliados, de nodos de poder político y económico, algunos recién llegados y otros viejos actores del establishment.

¿Antes no había corrupción? Había, pero no beneficiaba de forma sistemáticamente a una sigla para alimentar su proyecto de poder. En realidad, aunque lo prometió, el PT no derrumbó el viejo sistema, sino que lo “reconfiguró”.

Uno de los fundadores del partido, el sociólogo Francisco Oliveira, explicó en un ensayo -“O Ornitorrinco”- la gran paradoja del lulismo: los operadores del sistema fueron sustituidos por otros, más a la izquierda, pero “la identidad en ambos casos reside en el control de acceso a los fondos públicos, en el conocimiento del “mapa de la mina”.

Los escándalos del “mensalão” en 2005 y del “petrolão”, que reveló en 2015 el mayor fraude conocido en la historia del país envolviendo a Petrobras y a grandes empresas constructoras, entre las que figura Odebrecht, son prueba contundente de que el PT actuó como una verdadera organización criminal.

Otro izquierdista con paso por el PT, Fernando Gabeira, definió en 2013 el cuadro de forma muy clara: “el Estado brasileño pasó a ser una extensión del PT”.

¿Todo esto le suena familiar?

Para el politólogo Bolívar Lamounier, el periodista Reinaldo Azevedo y el jurista y fundador del PT, Hélio Bicudo, Lula y los petistas operaron una especie de “mexicanización del sistema político brasileño” al seguir muy de cerca los pasos del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Evidentemente, hay diferencias profundas entre el PRI y el PT brasileño, especialmente por la matriz masónica del primero.

Sin embargo, debe reconocerse que hay dos trazos característicos del sistema político mexicano, estudiados por Daniel Cosío Villegas, que están presentes en esta experiencia brasileña: un presidente de la República con facultades de una amplitud excepcional y un partido político hegemónico.

En el caso mexicano, el PRI fue fundado por Plutarco Elías Calles en 1929, con el nombre de Partido Nacional Revolucionario (PNR), para contener el desgajamiento de la llamada “Familia Revolucionaria”, integrada por los caciques del periodo posrevolucionario y otros actores que vivían en conflicto por el poder.

El peculiar sistema ofreció una gran estabilidad social y económica al país durante décadas a costa de vivir en una constante farsa democrática. Mario Vargas Llosa lo llamó, en 1990, “dictadura perfecta”.

El pacto se rompió en la década de los ochenta por un pleito interno entre un grupo de tecnócratas y otro de liberales revolucionarios que concluyó con la salida de los últimos del PRI para fundar el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Entre ellos estaban Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y el actual presidente electo, Manuel Andrés López Obrador.

Aquí es importante destacar que entre los hombres que proyectaron el ascenso del PT en Brasil hay uno que tiene un fuerte vínculo con México y con ese grupo de “liberales revolucionarios”: el sociólogo Marco Aurélio García, fallecido de un infarto en 2017.

García fue el verdadero ideólogo del PT y el principal arquitecto de la estrategia de unificación simbólica y política de la izquierda en el Continente en los últimos treinta años. Diseñó el Foro de São Paulo (FSP), la mayor plataforma de partidos de izquierda del Continente, y también el Foro Social Mundial para contraponerlo al Foro Económico de Davos. Durante los gobiernos de Lula y Dilma tuvo el cargo de “asesor especial”, una “eminencia gris” que despachaba en el mismo piso que los mandatarios.

García mantuvo una estrecha relación con Cuauhtémoc Cárdenas desde, por lo menos, finales de los años ochenta cuando articuló la integración del PRD al Foro de São Paulo, cuyo segundo encuentro en 1991 fue en la Ciudad de México.

La relación fue tan estrecha que el mexicano integró a García como consejero en el “Centro Lázaro Cárdenas y Amalia Solórzano” y lo llevó a México para la creación de la Constitución de la Ciudad de México, cuyo primer borrador fue firmado por Cárdenas e impulsado por Porfirio Muñoz Ledo y Olga Sánchez.
Fue el propio Cárdenas quién mostró a Marco Aurélio las entrañas del sistema político mexicano.

Lo que el PT aprendió del grupo Cárdenas-Muñoz Ledo-López Obrador,
generó una reconfiguración del sistema político brasileño y una regresión democrática.

La agenda política, social e ideológica petista llegó a adquirir trazos abiertamente autoritarios bajo el mandato de Dilma Rousseff que intentó implementar una constituyente y limitar o dificultar el ejercicio de libertades fundamentales, como la de expresión bajo el pretexto de establecer un “control social” de los medios de comunicación que incluía las redes sociales.

Junto al ensanchamiento del Estado y la centralización del poder, los gobiernos del PT impulsaron durante 16 años una serie de procesos de (re)ingeniería social de forma extraordinariamente articulada y sistemática vulnerando los principios pre-políticos del orden social, especialmente los referentes a la protección de la vida y de la institución familiar.

Tanto Lula como Dilma, aunque ella un poco menos, fueron cuidadosos de no dar su voz tan abiertamente a esta agenda “progresista”, pero avanzó libremente y consistentemente a través de sus ministros, secretarios, de su base de apoyo en el Congreso, del Supremo Tribunal Federal o de otros órganos de Estado.

Lula, por ejemplo, juró a los obispos brasileños que, por la memoria de su difunta madre, jamás apoyaría cualquier iniciativa a favor del aborto, y una semana después parlamentarios de su partido -donde nada se movía sin su venia- impulsaban su legalización.

López Obrador y Morena han llegado al poder con la promesa de “enterrar” al viejo sistema, acabar con la corrupción y la miseria y pacificar al país. Por eso votaron millones de mexicanos a su favor y la expectativa que ha generado es altísima.

Sin embargo, como apunta Héctor Moreno en la Mochila Política 49,
existen indicios de que haya en torno suyo “un pacto profundo de reagrupamiento” de algunos actores del sistema.

Obrador tiene ante sí la posibilidad de enterrar definitivamente al “viejo sistema” impulsando uno nuevo, o de, como lo hizo Lula, “reconfigurarlo”. Puede pasar a la historia como el Presidente que no mintió, no robó y no traicionó al pueblo, o como aquel que nos dio una nueva versión del “ogro filantrópico” que tanto mal le ha hecho al país.
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Diego Hernández es periodista. Fue corresponsal de Notimex. Actualmente es editor del diario digital bilingüe D’Vox (www.dvox.co) y vive en Brasil.

Mochila Política 51
23 de julio 2018
redaccion.nuevavision@gmail.com

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