¿Superpoblación? ¡No! Estamos mal distribuidos

Han sucedido casos de pueblos que han desaparecido por su baja natalidad. Por el contrario, la historia no registra pueblos que hayan desaparecido o entrado en decadencia, por causa de superpoblación. Y siempre que ha habido progreso humano, éste coincide con periodos de aumento de población.

Jamás se ha comprobado que la sobrepoblación haya impedido la prosperidad de una nación. Actualmente, los pueblos más superpoblados, son pueblos llenos de vigor y porvenir.

La población del orbe no crece de modo regular: los fenómenos demográficos siempre son regionales.. Así, la población disminuye cuando estallan guerras; azotan epidemias; flagela el hambre o cuando el hombre ha cerrado las fuentes de la vida, impidiendo el nacimiento de nuevos descendientes. Cuando una nación se desarrolla y florece, los nacimientos suben rápidamente.

Se puede asegurar que la población sólo entra en auge y se hace mejor en aquellos pueblos donde el progreso consiste en renovarse física, política, moral y espiritualmente. Es decir, donde la prosperidad se mide por las obras de servicio que realizan los ciudadanos, y no por el número de protestas, de discursos, de imposiciones y de la ocupación a la pauperización de los demás.

Malthus opinaba que dejando curso libre al instinto, en cada generación un país duplicaría su población. Los autores actuales juzgan equivocada su tesis.

Siguiendo la teoría de Malthus, se calculó la descendencia que tendría una pareja humana del tiempo de Keops (3 mil años a. C.) que se hubiera multiplicado por dos cada treinta años. Se llegó a un número de 26 cifras, se vio que para darles sitio sería necesario no sólo cubrir todo el globo terráqueo a razón de diez personas por metro cuadrado, sino también sobreponerlos en pisos que llegarían hasta la estrella Sirio (cfr. Bureau L’Indiscipline des meurs, p. 439).

De hecho, no se ha producido tal multiplicación. Ningún pueblo industrializado o en vías de desarrollo padece superpoblación. Lo que sí les afecta es el alto costo de la vida y la escasez de alimentos; pero esto sucede no por la densidad de la población, sino que, por una parte, al producir las naciones menos desarrolladas sólo lo necesario para vivir al día, están a merced de las malas cosechas y, por otra, las vías de comunicación son insuficientes, para que las regiones prósperas auxilien a las que yacen en desgracia.

La corrupción moral de una vida entregada a la comodidad, se manifiesta sobre todo en los países más ricos. Por lo tanto, no es la miseria la causa principal de la despoblación, sino el deterioro de las costumbres. Los pueblos de más baja natalidad son los pueblos más ricos y quizá más corruptos.

La miseria más bien parece ser causa de gran mortandad, nunca de gran natalidad. Los pueblos fecundos son, por lo común, pueblos pobres que tienen pocas exigencias. La miseria es el exceso de pobreza por el cual ya no se llega a vivir con la dignidad de un ser humano, sino con la falta de decoro propia de las bestias.

Los estudios sistemáticos demuestran que la poca natalidad va unida a la superabundancia de bienestar material y de instrucción (no de formación). La poca natalidad proviene ante todo de causas psicológicas y morales: “Si el hombre no tiene más hijos, no es porque no pueda alimentarlos, sino porque no quiere más”. La causa esencial de la disminución de los de los nacimientos, reside en una actitud egocéntrica y subjetiva.

Los grandes imperios-p. ej: el Imperio Romano-, se han venido a pique por su escasa natalidad; al utilizar las gentes sus facultades generativas sólo por motivo del placer que les proporcionan, desviando a éstas de su finalidad de engendrar hijos.

En la medida que los pueblos se hacen menos fecundos, su grado de vulnerabilidad crece ante las naciones más pobladas. Por ejemplo: el sur de de EU potencialmente se encuentra en manos de los mexicanos llamados ilegales o braceros. Esto explica la oposición rotunda del gobierno estadounidense hacia los millones de ilegales, que son, en muchos casos, auténticos emigrados de México.

Un Estado que limita los nacimientos no sabe a dónde va ni que desea. Cuando un gobierno y algunos matrimonios manejan a loa hijos como si fuesen elementos de un presupuesto económico, lo hacen de una manera deshumanizada: calculan el número de hijos de igual modo como se calculan los gastos de una empresa.

El Estado, al impedir los nacimientos, en vez de prever, destruye su mayor riqueza: La población que en un futuro se encargará de sacar adelante el país. Luego, si ese país atraviesa una crisis grave, la escasez de nacimientos la profundizará. “No se puede tapar el sol con un dedo”.

La previsión estatal debe reorganizar la sociedad de modo que aumenten los ingresos con el número de hijos por matrimonio. Si el interés general pide aumentar la natalidad, el gobierno debe conciliar dicho interés con el individual, tal vez por medio del subsidio familiar, que consiste en una ayuda prestada a quien hace cabeza de familia, en consideración a los hijos que educa.

Si la gestión gubernamental se muestra incapaz de proteger a la familia y trata de limitar el número de hijos; le será imposible superar la actual crisis, que tiene su origen en la corrupción familiar.

No hay duda que futuro del país está en manos de las familias fuertes, fecundas, y que movidas por los valores humanos, continúan inyectando una dosis intravenosa de vigor moral en el torrente circulatorio de la sociedad.

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Gabriel Martínez Navarrete

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