Nuevos Mundos: Realidades y escenarios

Un aspecto esencial de la educación de nuestro tiempo se expresa ahora con las frases “Alfabetización Emocional”, término creado por Eileen Rockefeller, Fundadora y Presidenta del Instituto para la Salud Mental en Estados Unidos, o “Inteligencia Emocional”, expresión acuñada en 1990 por los psicólogos Peter Salovey, de la Universidad de Harvard, y John Mayer, de la Universidad de New Hampshire. Daniel Goleman popularizó el término en 1995.

Son expresiones tan sugerentes como significativas porque demandan la acuciante necesidad de brindar mejores habilidades sociales y emocionales para crear entornos más humanos. Durante el transcurso de la pandemia es notorio observar cuan fácil es precipitarse en valoraciones particulares negativas, profundamente enraizadas en apreciaciones personales extremas que de ninguna manera corresponden a la emergencia sanitaria que nos tocó en suerte vivir.

Con la finalidad de esclarecer mejor esta dificultad de la cual nadie está exento, deseo despertar el interés por desarrollar capacidades y destrezas para evaluar en su adecuada dimensión los principios extrínsecos del obrar humano y que, en este caso, se refieren a aquellos factores que influyen en la conducta desde el exterior y ante los que nada o casi nada podemos hacer porque no hay control, al día de hoy, como por ejemplo sobre la acción del coronavirus.

Nada o muy poco podemos hacer sobre la pandemia. Sin embargo, sí podemos intentar descubrir el justo medio en las evaluaciones personales de manera que la mente nos proporcione la paz y la tranquilidad suficientes que el cuerpo humano necesita en el confinamiento no deseado pero imprescindible si queremos sobrevivir.

Ante todo, es necesario evitar dos extremos que suelen presentarse a nuestra consideración cuando sucede un evento imprevisible de tal magnitud, y consiste en atreverse a no pensar en términos de “Todo o Nada”. El pensamiento de todo o nada es considerablemente común. Es muy estresante valorar la pandemia a partir del siguiente modo: “Todo está perdido. Cuántos esfuerzos, tiempo y dinero invertidos en mi negocio”. No menos preocupación nos autogeneramos si la valoración discurre hacia el otro extremo: “Nada volverá a ser como antes. No recuperaré casi nada de lo que gané durante tantos años”.

Más equilibrio interior obtendremos si pensamos de forma más razonable, por ejemplo: “Algo perderé en cuestiones económicas, pero no todo ni en toda la economía personal”. Estaremos menos preocupados si consideramos que “algunas costumbres de vida habremos de corregir y otras se rehabilitarán después de cierto tiempo”.

El esfuerzo comporta una efectiva transformación individual en el modo de pensar. Los resultados no dejan de ser sorprendentes porque basta entender la trampa para no caer en ella.
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Rubén Elizondo Sánchez

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