La primera batalla de la “Guerra fría” se ganó con Amor y… ¡Golosinas!

Corrían los primeros meses de 1948 allá en la Europa de la posguerra. En Alemania se llevaba a cabo una singular lucha política y diplomática, que a la larga sería la primera gran batalla de la “Guerra fría”.

En esa época, Estados Unidos, Inglaterra, Francia y la Unión Soviética habían ocupado Alemania desde 1945 y se llegaba el momento de retirarse y dejar en libertad a la destrozada nación para que hiciera su vida propia y reconstrucción.

La Unión Soviética ocupaba aproximadamente una tercera parte del territorio alemán en el oriente y las otras tres potencias ocupaban el resto en el occidente. El problema era que Berlín se encontraba en el centro del territorio ocupado por los soviéticos.

Como parte de los tratados de ocupación de Alemania al fin de la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos habían convenido en que la parte oeste de Berlín, un 60% de la ciudad, fuera ocupada por Estados Unidos, Inglaterra y Francia. De hecho, Berlín occidental aparecía como una pequeña isla de libertad en medio de la marea roja que ocupaba el este de Alemania.

Por aquel entonces, José Stalin (uno de los bichos mas malos de la Historia) ya se había merendado Rumania, Checoslovaquia, Hungría, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia y Moldavia; colocándolos dentro de la esfera de influencia del totalitarismo comunista, y no conforme con esto, también quería toda Alemania, o por lo menos la parte que sus soldados habían ocupado.

Ante esta situación, para Stalin la parte occidental de Berlín era como una daga apuntando directamente a su cuello, pero además las potencias occidentales manifestaban su deseo de unificar toda Alemania sin dar concesión alguna a los comunistas.

Fue entonces que el viejo lobo depredador llamado Stalin se percató que toda la comida y suministros para Berlín occidental llegaban por ferrocarriles y carreteras que cruzaban por el área de ocupación soviética, y sin previo aviso, el 26 de junio de 1948 cerró toda vía de acceso por tierra y por agua al oeste de la capital alemana, con la estúpida esperanza de hacer que por hambre, los aliados occidentales se retiraran del sector oeste de Berlín.

Repuestos del primer impacto, el comando aéreo estadounidense observó que dentro de los límites del sector occidental se encontraba el aeropuerto de Tempelhof y de inmediato montaron un dispositivo logístico para surtir todos los suministros necesarios para la gran capital por la vía aérea, empleando para ello todos los aviones C-47 y C-54 (aviones de transporte no artillados que utilizaron principalmente las fuerzas paracaidistas en la guerra) disponibles en Alemania, y mandaron traer a todos los aviones de estos tipos situados en las bases del resto de Europa y Norte de África, y poco después se les unieron los aviones ingleses, ambos transportando harina, carne, azúcar, carbón, leche, papel, ropa, toda clase de latería, repuestos automotrices, eléctricos y de plomería, etc.

Para abril de 1949, en el aeropuerto de Tempelhof aterrizaba y despegaba un avión cada 90 segundos, y la Unión Soviética se dio cuenta que para derrotar al espíritu humano hacía falta mucho más que la voluntad de un tirano, y fue así que tras once meses de bloqueo, el 11 de mayo de 1949 fueron abiertas a la circulación las carreteras y vías férreas hacia Berlín occidental.

El bombardero de golosinas” causa sensación

Esta epopeya tuvo su lado positivo y empezó en el verano de 1948, cuando el piloto estadounidense de un C-47, el capitán Gail Halvorsen, le hacía mucha gracia que los niños berlineses lo saludaran efusivamente antes de aterrizar. Los pequeños se encontraban a unos 20 metros de donde iniciaba la pista de aterrizaje junto a una valla metálica que circundaba al aeropuerto, y cierta mañana, antes de aterrizar, se le ocurrió arrojar por la ventanilla pequeños paquetes de goma de mascar (chicles como decimos en México). Al llegar nuevamente en su vuelo de la tarde repitió la operación con caramelos, y así lo estuvo haciendo durante casi una semana, hasta que un día, mientras tomaba un descanso en el lapso de descarga de su avión, recibió una carta dirigida “AL CAPITÁN AMERICANO”.

La letra con la que había sido escrita la carta era a todas luces de un pequeño infante que apenas había empezado su educación, pero estaba en alemán y contenía un pequeño mapa de las edificaciones y ruinas que yacían en la ruta de aterrizaje antes de llegar a la pista.

El capitán Halvorsen guardó la carta y en la noche de regreso a su base solicitó a un amigo que sabía algo de alemán que le tradujera el escrito, el cual más o menos decía así:

Querido capitán americano: soy un niño muy pequeño y no alcanzo a recoger las golosinas que usted arroja desde el avión, pues los niños mas grandes corren y llegan primero; por eso le pido por favor que vea usted en el mapa que le dibujo aquí, dónde debe usted tirar las golosinas para que yo las pueda alcanzar con facilidad. Además, le pido que mueva las alas antes de llegar, ya que todos los aviones son iguales y estamos corriendo todo el día para que sólo usted arroje golosinas. De esta forma sabremos qué avión debemos seguir”.

Al día siguiente, Halvorsen colocó los caramelos atados a unos pequeños trozos de tela (como pañuelos), de tal forma que fungieran como paracaídas para los dulces; subió al avión, despegó, y justo antes de llegar movió las alas y dejó caer los pequeños paracaídas. Esa misma tarde repitió la operación, y justo antes de partir recibió una carta con la misma letra infantil, la guardó y al llegar a la base pidió nuevamente a su amigo que la tradujera, con la firme creencia que era una carta de agradecimiento. Sin embargo, la carta decía: “NO, NO, NO lo hizo bien, los caramelos cayeron muy lejos del punto donde le señalé, no sé como nos ganaron la guerra con tan mala puntería, por favor fíjese bien”.

Al día siguiente, Gail armó muchos más paracaídas de dulce, batió las alas antes de aterrizar y se fijó muy bien dónde arrojaba la mayor cantidad de caramelos. Esta vez sí hubo éxito con el pequeño alemán; y con el pasar de los días otros pilotos, al ver la operación, preguntaron a Gail de qué se trataba, y se sumaron a este tipo de bombardeo estratégico.

No tardó mucho la prensa estadounidense en dar cuenta del evento, bautizando a Gail Halvorsen como el “CANDY BOMBER” (el bombardero de golosinas) y en muchísimas escuelas primarias de Estados Unidos se organizaron para comprar dulces, ponerles un pequeño paracaídas y enviarlos al CANDY BOMBER para que las arrojara sobre los niños berlineses.

Naturalmente que los alambres de púas y las vallas que dividían al Berlín soviético del libre no son nada para evitar que un chamaco de 6 a 10 años se pueda comunicar con otro, y fue así que una mañana el Capitán Halvorsen recibió una nueva carta en alemán con letra infantil. A Gail le llegaban muchas cartas que se archivaban en el aeropuerto; sin embargo, quien le entregó ésa le susurró que ésa era una carta muy especial, y al igual que las primeras, Gail se la llevó a su base y la tradujeron. Decía lo siguiente: “Querido capitán americano, soy un niño del otro Berlín y no puedo cruzar las vallas sin que me castiguen, por lo que le quisiera pedir por favor que también arroje golosinas cuando pase por arriba de nosotros, antes de la división. Nosotros no pedimos vivir de este lado, pero también somos niños y vivimos en Berlín”.

Mi estimado lector: No creo que haga falta describir el impacto de ternura que recibió el capitán Halvorsen con esta carta, y de inmediato comenzaron a caer dulces en el Berlín oriental, dicha que duró unos cuantos días, pues una tarde al descender de su avión lo estaban esperando dos policías militares: el jefe de la base y un funcionario del Departamento de Estado Norteamericano (Departamento de Relaciones Exteriores de los estadounidenses). Pasadas las presentaciones, el funcionario le informó que se había recibido una nota diplomática de los soviéticos en la que expresaban su enojo por arrojar propaganda subversiva capitalista en Berlín oriental y que por tal motivo se le había solicitado al comando supremo de la operación “Vittles” (código de la operación del puente aéreo a Berlín) que no realizara más bombardeo de dulces en el sector oriental.

Al terminar el puente aéreo a Berlín en mayo de 1949, se habían arrojado 23 toneladas de golosinas sobre Berlín, habiendo participado solo 25 aviones estadounidenses.

En preparación del quincuagésimo aniversario del puente aéreo a Berlín, en 1999, la televisión alemana realizó una serie de entrevistas con los niños y niñas (ahora ya adultos maduros) que recibieron dulces de los aviones. Fue muy impactante para el teleauditorio ver a estos señorones inundar sus ojos con lágrimas de ternura al recordar la emoción que sentían al ingerir las golosinas que caían de los aviones. Es preciso señalar que esos niños de la Alemania de 1949 escasamente conocían el chocolate y no tenían ninguna referencia de qué hacer cuando metían un chicle en la boca. De hecho, muchos de ellos relataron que en un principio sólo masticaban un poco los chicles y luego se los tragaban, de esa forma se pasaban toda la tarde eructando y regurgitando el sabor del chicle; pero esto, lejos de molestar, les agradaba, ya que percibían nuevamente aquel sabor riquísimo que habían probado en la mañana. Era tal la emoción de recibir golosinas, que muchos de ellos guardaban las envolturas para más tarde oler aquellas fragancias de chocolate, menta, cereza o canela, con un agrado tal, que se creó entre ellos un mercado subterráneo de envolturas, sólo para olfatear los dulces y sabrosos aromas.

Es muy bello pensar que este detalle de ternura y compasión de un piloto estadounidense llenara la infancia de unos cuantos niños con la aventura más deliciosa, generando en ellos algo muy bello qué contar a las generaciones siguientes.

De aquellos pocos pequeños berlineses orientales que recibieron golosinas unos cuantos días, no se encontró alguno para entrevistar y este hecho pone la nota triste en el recuerdo en la primera batalla de la Guerra fría” en la que no hubo vencedores, pero sí vencidos.

La niñez tiene derecho a la educación, pero también tiene derecho a la ternura; tiene derecho a la salud, pero también tiene derecho a recibir amor; tiene derecho a la alimentación, pero también tiene derecho a una golosina; tiene derecho a la cultura, pero también tiene derecho a la diversión.

Pero todos estos derechos valen nada si antes de cumplir 12 semanas en el vientre de su madre, se le quita el derecho a la vida como pasa en la Ciudad de México.

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