La chuleta del caballero

— P. Santiago Martín
(Franciscanos de María)

La semana pasada, el 30 de julio, se cumplieron cien años del ingreso de Chesterton en la Iglesia católica. Para la inmensa mayoría de los católicos sigue siendo un desconocido, pero para otros, entre los que me incluyo, es mucho más que el maestro de las paradojas, autor de frases que te hacen pensar y a veces reír, o autor de libros que te permiten pasar un buen rato a la vez que te dejan unas gotas de sabiduría, como las novelas que tienen al padre Brown como protagonista.

Chesterton es, para mí y para muchos otros, un padre espiritual. Y lo es, sobre todo, porque encuentro en él una luz para saber comportarme de manera católica en una Iglesia en la cual hay muchos que no quieren dejar de ser oficialmente católicos, pero que quieren que la Iglesia católica siga llamándose así sin ser católica.

Sólo para enumerar las frases de Chesterton que me han hecho pensar, rezar e incluso avergonzarme de mí mismo, necesitaría muchas horas. Lo mismo me pasa con los libros de él que he leído. No sé si serán todos, pero desde luego son todos los que he encontrado y son muchos, aunque en ninguno he hallado más sabiduría que en su “Autobiografía”.

Es en ése libro sobre todo donde le descubrí como mi maestro espiritual, especialmente en lo que se refiere a la virtud que considero más excelsa y necesaria -después, naturalmente, de las tres virtudes teologales-. Me refiero a la humildad.

Cuando Chesterton habla del desprecio que sentimos hacia el “diente de león” porque pensamos que es una planta vulgar, nos invita a pensar si en realidad ese desprecio se debe a que consideramos que es poca cosa para lo que nosotros merecemos. Y cuando describe la indignación de un caballero inglés que protesta porque considera que la chuleta que le han servido en su club no es suficientemente buena, nos hace ver que el problema no está en la chuleta sino en el concepto que tenemos de nosotros mismos, porque esa misma chuleta sería muy bienvenida en la mesa de un obrero.

La frase “¿Es ésta una chuleta digna de un caballero?”, me ayuda a poner los pies en el suelo, cada vez que tengo la insidiosa tentación de pensar que merezco más de lo que tengo. He aprendido de Chesterton a dar gracias por el vulgar “diente de león” y por la no tan buena chuleta que me ponen en el plato, porque ambos son dones maravillosos que, en realidad, no merezco.

Aunque la gran maestra de mi vida, sin mérito mío, es la Virgen María, de la cual he aprendido casi todo, en el capítulo del agradecimiento, que constituye la esencia del carisma de los Franciscanos de María, Chesterton no ha sido un rayo de luz que ilumina la oscuridad, sino un foco permanentemente encendido.

No puede haber agradecimiento sin humildad y no puede haber humildad sin que uno conozca quién es Dios y quién es uno mismo. Sólo así es posible vivir en un permanente asombro ante una puesta de sol, como si fuera la primera vez que la ves, o darle gracias a Dios porque tienes una chuleta para comer, aunque no sea de primera calidad.

La humildad precede al agradecimiento y la provoca: “Siendo niños éramos agradecidos con los que nos llenaban los calcetines por Navidad. ¿Por qué no agradecíamos a Dios que llenara nuestros calcetines con nuestros pies?”, escribió una vez, ayudándonos a darnos cuenta de que no sólo debemos dar gracias por los calcetines, sino por los pies, incluso aunque no tuviéramos calcetines o no tuviéramos los mejores calcetines del mundo.

En su maravillosa biografía de San Francisco dice: “Francisco mezcló todos sus pensamientos con su gratitud, porque había descubierto que tenía con Dios una deuda infinita” y en otra de sus obras vuelve a este pensamiento: “Constituye la más alta y la más santa de las palabras el hecho de que quien sabe muy de veras que no podrá pagar su deuda, esté pagándola siempre, echando siempre cosas a un abismo sin fondo de insondable gratitud”.

Asombro, humildad, gratitud, tres virtudes que he descubierto más profundamente gracias a Chesterton. Pero también, como he dicho, le considero un maestro para afrontar los tiempos confusos en los que nos ha tocado vivir.

Él se hizo católico porque descubrió que aquí está la plenitud de la verdad y, ya entonces, se sintió decepcionado de la flexibilidad anglicana. Buscaba certezas y no relativismo y las encontró en la Iglesia católica.

Quizá hoy esa decepción se la produciría un sector de esta Iglesia católica, tan diferente a aquella en la que él entró. Lo que decía de Cristo vale para hoy más incluso que entonces, cuando se intenta “modernizar” su mensaje, suprimiendo aquello que no le gusta al mundo: “No hay palabra de verdad en que las ideas de Jesús de Nazaret fuesen adecuadas a su tiempo y no lo sean ya al nuestro. El final de su historia sugiere quizá hasta qué punto eran precisamente inadecuadas a su tiempo».

O esa otra frase sobre lo que buscaba y halló en la Iglesia católica: “No queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos equivocados”. Una religión donde se pueda interpretar el Concilio en continuidad con la Tradición sin que te quieran echar de la Iglesia por ello, o donde se pueda rezar el Rosario sin ser visto como un bicho raro, como un tradicionalista enemigo de la verdadera fe: “No quiero pertenecer a una religión en la cual se me permite poseer un crucifijo. Tengo el mismo sentimiento respecto a esa otra cuestión, más expuesta a la controversia de los hombres, la de la Santísima Virgen. Si a la gente no le agrada ese culto, tiene razón en no ser católica. Pero quiero que los que son católicos se llamen católicos; que esa idea les sea no sólo grata, sino que la amen, y la amen ardientemente, proclamándola con orgullo por encima de todo. Quiero que se me permita tener entusiasmo por la existencia del entusiasmo; y no que se tolere fríamente mi mayor entusiasmo como si fuera una excentricidad personal”.

Un tiempo, el nuestro, que previó con temor un santo inglés que precedió a Chesterton en la conversión al catolicismo, el cardenal Newman: “Agradezco a Dios vivir una época en la que el enemigo está fuera de la Iglesia y saber en dónde se encuentra y qué se propone. Pero preveo un día cuando el enemigo esté al mismo tiempo dentro y fuera de la Iglesia. Y rezo desde ahora por los pobres fieles que serán víctimas de un fuego cruzado”.

Pero es en esta época, aquí y ahora, donde tenemos que amar al Señor y por amor a Él defender la fe, contra los enemigos de dentro y los de fuera, con la suficiente humildad como para no creernos los salvadores del mundo, porque sólo Cristo es el Salvador, y con el suficiente buen humor como para no tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos.
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@NuevaVisionInfo
redaccion.nuevavision@gmail.com
P. Santiago Martín

He aprendido de Chesterton a dar gracias por el vulgar “diente de león” y por la no tan buena chuleta que me ponen en el plato, porque ambos son dones maravillosos que, en realidad, no merezco.

Aunque la gran maestra de mi vida, sin mérito mío, es la Virgen María, de la cual he aprendido casi todo, en el capítulo del agradecimiento, que constituye la esencia del carisma de los Franciscanos de María, Chesterton no ha sido un rayo de luz que ilumina la oscuridad, sino un foco permanentemente encendido.

No puede haber agradecimiento sin humildad y no puede haber humildad sin que uno conozca quién es Dios y quién es uno mismo. Sólo así es posible vivir en un permanente asombro ante una puesta de sol, como si fuera la primera vez que la ves, o darle gracias a Dios porque tienes una chuleta para comer, aunque no sea de primera calidad.

La humildad precede al agradecimiento y la provoca: “Siendo niños éramos agradecidos con los que nos llenaban los calcetines por Navidad. ¿Por qué no agradecíamos a Dios que llenara nuestros calcetines con nuestros pies?”, escribió una vez, ayudándonos a darnos cuenta de que no sólo debemos dar gracias por los calcetines, sino por los pies, incluso aunque no tuviéramos calcetines o no tuviéramos los mejores calcetines del mundo.

En su maravillosa biografía de San Francisco dice: “Francisco mezcló todos sus pensamientos con su gratitud, porque había descubierto que tenía con Dios una deuda infinita”; y en otra de sus obras vuelve a este pensamiento: “Constituye la más alta y la más santa de las palabras el hecho de que quien sabe muy de veras que no podrá pagar su deuda, esté pagándola siempre, echando siempre cosas a un abismo sin fondo de insondable gratitud”.

Asombro, humildad, gratitud, tres virtudes que he descubierto más profundamente gracias a Chesterton. Pero también, como he dicho, lo considero un maestro para afrontar los tiempos confusos en los que nos ha tocado vivir.

Él se hizo católico porque descubrió que aquí está la plenitud de la verdad y, ya entonces, se sintió decepcionado de la flexibilidad anglicana. Buscaba certezas y no relativismo y las encontró en la Iglesia católica. Quizá hoy esa decepción se la produciría un sector de esta Iglesia católica, tan diferente a aquella en la que él entró.

Lo que decía de Cristo vale para hoy más incluso que entonces, cuando se intenta “modernizar” su mensaje, suprimiendo aquello que no le gusta al mundo: “No hay palabra de verdad en que las ideas de Jesús de Nazaret fuesen adecuadas a su tiempo y no lo sean ya al nuestro. El final de su historia sugiere quizá hasta qué punto eran precisamente inadecuadas a su tiempo».

O esa otra frase sobre lo que buscaba y halló en la Iglesia católica: “No queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos equivocados”. Una religión donde se pueda interpretar el Concilio en continuidad con la Tradición sin que te quieran echar de la Iglesia por ello, o donde se pueda rezar el Rosario sin ser visto como un bicho raro, como un tradicionalista enemigo de la verdadera fe: “No quiero pertenecer a una religión en la cual se me permite poseer un crucifijo. Tengo el mismo sentimiento respecto a esa otra cuestión, más expuesta a la controversia de los hombres, la de la Santísima Virgen. Si a la gente no le agrada ese culto, tiene razón en no ser católica. Pero quiero que los que son católicos se llamen católicos; que esa idea les sea no sólo grata, sino que la amen, y la amen ardientemente, proclamándola con orgullo por encima de todo. Quiero que se me permita tener entusiasmo por la existencia del entusiasmo; y no que se tolere fríamente mi mayor entusiasmo como si fuera una excentricidad personal”.

Un tiempo, el nuestro, que previó con temor un santo inglés que precedió a Chesterton en la conversión al catolicismo, el cardenal Newman: “Agradezco a Dios vivir una época en la que el enemigo está fuera de la Iglesia y saber en dónde se encuentra y qué se propone. Pero preveo un día cuando el enemigo esté al mismo tiempo dentro y fuera de la Iglesia. Y rezo desde ahora por los pobres fieles que serán víctimas de un fuego cruzado”.

Pero es en esta época, aquí y ahora, donde tenemos que amar al Señor y por amor a Él defender la fe, contra los enemigos de dentro y los de fuera, con la suficiente humildad como para no creernos los salvadores del mundo, porque sólo Cristo es el Salvador, y con el suficiente buen humor como para no tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos.
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P. Santiago Martín

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