Jesús, la Iglesia y los drogadictos

Los abismos en los que puede caer la miseria humana son infinitos… así como su capacidad de redención. La resiliencia es una de las más maravillosas capacidades humanas; ahora bien, con frecuencia es difícil encontrar solos el camino de vuelta, la vía de la esperanza; solemos necesitar de una mano amiga, de una comunidad que nos sostenga.

Las drogas son con frecuencia una de esas trampas, uno de esos pozos profundos en los que puede caer el hombre y, una vez dentro, ser despojado de su dignidad y encadenado a un terrible vicio. Al ser un negocio fructífero, las drogas se difunden, corrompiendo a la sociedad, a las autoridades, generando violencia y destruyendo vidas humanas.

Si todos necesitamos ser redimidos, salvados, esa necesidad adquiere una mayor notoriedad y urgencia en el caso de los drogadictos. La salvación ofrecida por Jesucristo es integral: se ofrece a todos los hombres y a todo el hombre: cuerpo y alma. No es simplemente un etéreo más allá, sino que sus primicias se tocan y son patentes en la vida cotidiana de muchas personas, también de aquellas que han sido atenazadas por las drogas, pero que se abren al llamado de la gracia.

En una época en la que se suelen escuchar casi exclusivamente cosas negativas respecto a la religión y particularmente el catolicismo, es bueno resaltar aquellas obras de las que probablemente ignorábamos su existencia, pero han crecido a la sombra de la fe en servicio de la sociedad, particularmente de los sectores más marginados, como puede ser el oscuro mundo de las drogas. “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece silenciosamente”. La Iglesia, y con ella el amor tangible de Jesús por el hombre, también está presente en el mundo de las drogas.

Un ejemplo elocuente de esta realidad es la “Comunitá Cenacolo” (Comunidad del Cenáculo, en italiano), fundada en 1983 por la Madre Elvira, que actualmente cuenta con 63 casas o “fraternidades” en 21 países, donde busca ofrecer un hogar y una familia a jóvenes toxicodependientes. Consciente de que lo que redime al hombre es el amor, la comunidad se vuelca en afecto, comprensión y acompañamiento a las personas que acuden a sus puertas. El resultado ha sido una maravillosa epidemia resiliente, pues muchos han logrado superar su adicción, otros recuperar la fe, otros, en fin, descubrir su vocación.

Resulta llamativo descubrir entre las personas consagradas de ese movimiento o incluso en las religiosas, algunas con tatuajes y marcas en los antebrazos: son las antaño drogadictas que han vuelto a nacer gracias a esa experiencia de amor incondicional, y ahora se dedican a difundir lo que colma su corazón y ha transformado su vida: el bien es difusivo de suyo.

Es maravilloso ver voluntarios, consagrados y religiosas “arponeados”, cuyos tatuajes son silenciosos testigos de un género de vida extremo, pero que finalmente han sido alcanzados por el amor de Jesucristo, gracias a la abnegada vida de unas religiosas que apostaron grande por los drogadictos. Constituyen un ejemplo viviente del poder sanador de la gracia divina y de la capacidad de resiliencia ínsita del corazón humano. Personas que muchas veces son abandonadas por sus propias familias y de las cuales la sociedad “se protege”, son acogidas en una nueva “familia grande” o “familia de pecadores públicos”, como les gusta llamarse, pero que al ser tocadas por la misericordia de Dios se han vuelto ricas, capaces de compartir la alegría de vivir y el afán de servir con otras personas que pasan momentos de oscuridad.

Es realmente esperanzador ver cómo, quien fue presa de una adicción, es redimido y enseña a otros, con la autoridad de quien ha recorrido el camino anteriormente y no predica teorías, ni habla de ideas, sino de lo que tiene bien experimentado, acompañando a otra persona en su proceso de redención. El poder sanador del amor y la misericordia resulta más elocuente si quienes lo comparten han sido rescatados de los abismos a los que la abyección de la condición humana puede conducir.
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P. Mario Arroyo
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