Delicadeza en el trato mutuo

La delicadeza en el trato es una de las cosas más agradables de la convivencia en una familia o en un grupo de amigos. Se trata de apreciar a los demás como son, sin miedo a querer. Se trata de un “esfuerzo”, porque de modo espontáneo no suele brotar ese trato delicado, que es fruto de la propia exigencia. Contra el trato fino va la brusquedad, ese modo áspero y desapacible de comportarse que nada tiene que ver con la fortaleza en el trato.

La delicadeza ha de ser universal y extremada, pero sin empalagos ni exageraciones, sin blandura excesiva. Es molesto que una persona que no es de la familia nos diga, por ejemplo, “Reina”. La delicadeza es mesura y templanza, es equilibrio; es atención sin servilismo. La delicadeza no siempre es actuar; a veces es pasiva, por ejemplo, cuando uno procura no darse por enterado ante una situación embarazante que puede producir confusión: por ejemplo, que alguien se moleste públicamente porque se manifieste una opinión, o que se meta la pata en la urbanidad en la mesa, etc.

La delicadeza se refleja en detalles: en saber escuchar con atención, saber dar las gracias, el modo de tratar las cosas, los muebles, las puertas; el caminar sin estrépito; el no elevar destempladamente la voz; la corrección en el aseo, la pulcritud, la sonrisa. No tenemos la culpa de la cara que tenemos sino de la que ponemos. Todo esto lleva frutos de unidad, de paz y de alegría de vivir en familia.

Tenemos que elevar la amabilidad a nuestro alrededor, de allí la importancia de las virtudes de la convivencia: gratitud, afabilidad, cortesía, buen humor…, que son manifestaciones de la caridad. Todos sabemos hasta qué punto se hace difícil, y aun borrascosa, la convivencia cuando faltan esas virtudes. La última raíz y el fin de todas las virtudes es la caridad, y la práctica de esas virtudes se resume en una expresión: delicadeza extrema.

Muchas personas sin educación humana son de una extrema delicadeza en el trato, fruto de una intensa vida interior. La amistad con Dios hace el alma más sensible, y afina los modos. Y luego, la fe, hace ver a un hijo de Dios en los demás, y entonces el trato lleva una especie de veneración y de politesse humana.

Hay que afinar en saber escuchar: en la mesa y en la convivencia diaria. Nos perdemos de información interesante, política o cultural, por no sabe escuchar. A veces llega una persona a una reunión donde la conversación está iniciada y, en vez de enterarse en qué tema están, interrumpe con lo que trae en la cabeza.

Las incorrecciones en el hablar, la falta de educación, y el uso de malas palabras suelen revelar una ausencia de calidad en el ser y en el amor. Goethe dice:”No hay ningún signo externo de cortesía que no tenga una profunda razón de ser moral”.

Cada persona tiene una afectividad distinta, que hay que respetar y potenciar. A la vez, nadie tiene una afectividad madura si carece de virtudes humanas. Cada día hemos de tener más respeto a la personalidad de cada uno. “Es única la Iglesia, escribía San Cipriano, como son muchos los rayos del sol, pero una sola es la luz” (De catolicae Ecclesiae unitate 5).

San Pablo relaciona la caridad con todo un conjunto de virtudes humanas: “La caridad es paciente, es servicial… no se irrita, no piensa mal… todo lo sufre, todo lo soporta…” (1 Cor 13, 4ss). ¿Qué sería de la caridad sin la paciencia, la generosidad, la mansedumbre, magnanimidad, veracidad…? Todo esto forja el carácter y da felicidad.

La delicadeza está también en la lucha por superar los estados de ánimo, evitando subidas y bajadas bruscas, los enfados: Hay que aprender a pasar por alto los roces normales de la convivencia; y eso de refleja en la educación en la comida y la bebida; en el modo elegante y templado de divertirse… Detalles que son como joyas que brillan.

Dice la Escritura: “El atuendo del hombre, su modo de reír y su caminar revelan lo que es” (Eccli 19, 27). La actitud exterior puede ser imagen de la disposición del alma; y nuestros gestos manifiestan la belleza de nuestra alma. Escribe San Juan Crisóstomo: “Que nuestra mirada no se distraiga por todas partes, ni nuestros pasos anden a la deriva, que nuestra boca pronuncie las palabras con calma y suavidad; en una palabra, que todo nuestro aspecto exterior refleje la belleza interior de nuestra alma” (Sermo ad neophytos, VII, n. 26).

El Señor le dijo a Gabriela Bossis: “Debes comprender que el único objetivo de la vida soy Yo. Eres todavía demasiado pequeña para que te lo diga, pero el objetivo único es el sufrimiento, porque el sufrimiento es el medio más seguro para acercarse a Mí y asemejarse a Mí” (n 1544).

Hace unos años, el Cardenal Ratzinger decía que la fe cristiana brilla con dos grandes testimonios. El primero es la santidad, la caridad heroica de los santos. Y el segundo es la belleza del arte cristiano que rodea la liturgia. Los dos son signos de Dios y llevan a Dios.

La caridad no se refiere a sólo a cosas materiales; lo importante es dar a las personas la capacitación para que lleve las riendas de su vida. Se trata de ayudar a la persona entera –cuerpo y alma-, de allí la tremenda importancia de llevar a Dios a las personas. Dar a conocer las normas morales es incluso la obra de caridad prioritaria, dice Benedicto XVI (Dios y el mundo, p. 197).

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Rebeca Reynaud

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