Bolsonaro sin adjetivos

Hay un consenso casi absoluto entre los grandes medios respecto al candidato a la Presidencia de Brasil, Jair Bolsonaro: Es una amenaza. Y no cualquiera, sino una mayúscula, cargada de adjetivos.

La revista británica The Economist afirma que se trata de “la más nueva amenaza en América Latina” y The New York Times le define como “un ultraderechista de ideas repugnantes” que representa un riesgo para la democracia”.

Washington Post, Der Spiegel, La Repubblica, Le Monde, Le Figaro, y otros, que incluye a casi toda la prensa brasileña y latinoamericana abrazaron la misma narrativa. Pero nadie como El País: “Bolsonaro es una amenaza para el planeta”.

Y el historiador mexicano Enrique Krauze repite el mantra: es “un ultraderechista que flirtea con el fascismo […] y que está hecho de misoginia, racismo y homofobia”. Esos cuatro adjetivos están siempre presentes, como una letanía, en los ‘sesudos’ análisis del circulo rojo.

Misógino, homofóbico, racista, fascista. En resumen: un monstruo. Pero, de acuerdo con los más recientes estudios demoscópicos, ese “monstruo” será el próximo presidente de Brasil.

El último sondeo del instituto Paraná Pesquisas, publicado a dos días de la segunda vuelta, Bolsonaro tiene 61% de respaldo en la intención de voto y Fernando Haddad, el candidato del Partido de los Trabajadores (PT), tiene 39%. No hay una sola encuesta que dé la victoria a Haddad o que lo coloque en empate técnico con el diputado.

¿Por qué tantos brasileños apoyan a un “monstruo”? ¿Será que realmente todos los calificativos que se le atribuyen corresponden con la realidad? ¿O hay una campaña para deconstruir su imagen?

Antes de continuar, hago un paréntesis. Mis colegas y conocidos saben que he sido muy crítico del candidato Bolsonaro.

Sin embargo, es necesario reconocer que la mayor parte del material periodístico que trata de su persona y su candidatura es superficial y con frecuencia panfletario; normalmente está apoyado en frases distorsionadas o sacadas de contexto. Y, a veces en mentiras.

El Clarín, por ejemplo, publicó: Bolsonaro: “Los negros no sirven ni como reproductores”. Entre comillas, como frase literal.

En realidad, el candidato criticaba que los recursos económicos dados por el gobierno a las comunidades quilombolas – integradas por descendientes de esclavos – no tengan contrapartida y generen inactividad y dependencia.

Dijo haber conocido un quilombo donde “el afrodescendiente más ligero pesaba 7 arrobas [más de cien kilos], no hacen nada, yo creo que ni para procreadores sirven, y más de un billón de reales por año son gastados en ellos”.

¿Irrespetuoso? Sí. ¿Desafortunado? Sin duda. Pero no racista. Vinculó la incapacidad de procrear – en una broma pesada – a la obesidad y no al color de la piel, en una crítica dirigida al asistencialismo clientelista.

Joice Hasselmann, la mujer más votada para diputado de federal en la historia de Brasil – más de 1 millón de votos – dice: “Bolsonaro, ¿misógino, homofóbico, racista y fascista? ¡Para nada! Yo le conozco y convivo con él desde hace cinco años, puedo decir que es un hombre tradicional que tiene un alto sentido de la autoridad y que defiende valores”.

“¿Racista? Él se casó con la hija de un negro. A su suegro le dicen ‘negrão’. Uno de sus amigos más cercanos es también negro, Helio Barbosa, el candidato a diputado federal más votado en Rio de Janeiro”.

“¿Homofóbico? Le etiquetan porque se opone vehementemente a que haya un incentivo a la homosexualidad entre los niños. ¿Machista? Su esposa lo manda al pan los fines de semana. ¿Autoritario? Fue militar, tiene un sentido de autoridad más elevado que el promedio de los brasileños. ¿Violento? Fue él quien fue acuchillado en plena campaña. ¿Fascista? Vea usted quién le llama así y pregúntese por qué”.

Evidentemente, son palabras de una aliada. Pero en las antípodas tenemos el testimonio de Fernando Gabeira, político de izquierda, exguerrillero y fundador del PT, del que salió en 2003 a causa de la corrupción que abrazó la sigla y su ‘vaca sagrada’, el expresidente Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva.

Fue diputado y compañero de Bolsonaro durante 16 años en la Cámara, donde fue defensor de la legalización de las drogas y de la agenda abortista y de género. En artículos recientes y en una entrevista enlista las virtudes y los defectos del candidato, reconoce que es un hombre sincero, con el que se puede dialogar y afirma que la democracia no está en riesgo si llega a la Presidencia.

“Mi experiencia es de quien defendió en el Parlamento banderas que Bolsonaro rechaza. Las frases cargadas de prejuicios que eventualmente decía son las mismas que escuchamos en las calles del país […] él está más cercano al espíritu mayoritario de las calles. […] no hay por qué rotularlo”.

Nacido en 1955 en el interior de São Paulo, Jair Messias Bolsonaro, es militar retirado con grado de capitán; fue diputado federal por Rio de Janeiro, con mandatos sucesivos desde 1991.

Miembro del llamado “bajo clero” parlamentario nunca tuvo su nombre vinculado a escándalos de corrupción, algo raro en políticos con tantos años de ejercicio.

Polémico, dice lo que piensa sin medir el impacto de sus palabras y, con frecuencia, sus dichos son poco afortunados o hasta lamentables. No se somete al imperio de lo políticamente correcto y carece de la disimulación o asepsia del político profesional.

Es divorciado y va en la tercera unión. Tuvo 3 hijos del primer matrimonio, todos son adultos y políticos, otro hijo del segundo enlace y un cuarto del actual, una niña. Lleva buena relación con sus excompañeras.

En la Cámara de Diputados fue un sólido aliado del movimiento provida y profamilia, especialmente de unos diez años para acá; sin embargo, defiende la pena de muerte para algunos crímenes, como el narcotráfico, «castración química» para violadores, y políticas de control natal para familias pobres que reciban el respaldo económico del gobierno.

Sus dos principales ejes de actuación han sido el combate a la corrupción política y la seguridad pública. En un país con 60 mil muertes violentas por año ha defendido enfáticamente el derecho de los ciudadanos a la posesión legal de armas.

Es fuertemente criticado por negar que los gobiernos militares en este país hayan sido una dictadura y por defender su actuación para frenar el avance de la guerrilla comunista. Por ello le rotulan de ‘fascista’, pese a que el padre de esa corriente fue un izquierdista, el italiano Giovanni Gentile.

La inmensa mayoría de los casi 50 millones de brasileños que votaron por él en el primer turno electoral, el pasado 7 de octubre, más que derechistas, son ciudadanos comunes cansados con los desmanes del lulopetismo y que desean un cambio real.

Indignados por la enorme maquinaria de corrupción, molestos por el amplio proceso de cooptación de los diversos órganos del Estado por parte de un partido, hartos de una agresiva agenda cultural que agrede su vida y su familia, esos brasileños se han tornado profundamente antipetistas.

“No, este país no tiene 47% de machistas, homofóbicos y racistas; el elector promedio de Bolsonaro no es nada de eso”, apunta Gabeira.

Y el próximo domingo 28 de octubre todo indica que esos electores repetirán la dosis en la segunda vuelta.

Una tercera vía

Nunca antes un candidato de derecha había tenido un respaldo tan expresivo desde la democratización del país en la que la hegemonía política y cultural de la izquierda permaneció inquebrantable hasta ahora.

Nunca antes en una elección presidencial brasileña, la izquierda y la derecha se habían confrontado tan abiertamente, sin complejos. Y para una enorme mayoría de electores la disyuntiva es clara: devolver el poder a la izquierda petista o cerrarle el paso a la «mafia comunista» optando por un rumbo nunca antes explorado, con un giro a la derecha.

Bolsonaro, a pesar de sus 30 años como diputado, es un ‘outsider’ real. Francisco Graziano, uno de los fundadores del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), sigla a la que renunció porque en la práctica pasó a respaldar a Haddad, declaró:

“Ninguna amenaza a la democracia es mayor que la vuelta del PT al poder. Por eso defiendo a Bolsonaro. Se guste o no de él, o de sus ideas, el capitán es el único que corre por fuera del sistema y es el candidato viable para derrumbar la podredumbre que domina la República”.

Son las palabras de un hombre que conoce por dentro las entrañas del establishment, que, dicho sea de paso, cerró filas en contra del intruso, que sufrió, incluso, un atentado.

Sin dinero – la campaña costó 700 mil dólares, de los cuales 84% provenía de pequeñas donaciones -, con un partido inexpresivo, sin espacio en los medios de comunicación, sin grandes estrategas, la campaña fue soportada por sus electores e impulsada enteramente a través de las redes sociales.

La elección presidencial brasileña guarda similitudes y diferencias con la estadounidense de 2016 y la mexicana de este año. Como Donald Trump, Bolsonaro es un outsider que consiguió comunicarse con el “forgotten man” por vías no convencionales. Las diferencias son notables, entre otras, su dinero y el partido.

Como López Obrador, Bolsonaro consiguió catalizar y capitalizar de forma contundente el hartazgo de un sistema profundamente corrupto y la imperiosa necesidad de cambio. Los opone algo que para los mexicanos es cada día más evidente: el líder de Morena nunca fue, en realidad, un hombre fuera del sistema, sino una de sus crías, que ahora apuesta en recrearlo.

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Diego Hernández es periodista. Fue corresponsal de Notimex. Actualmente es editor del diario digital bilingüe D’Vox (www.dvox.co) y vive en Brasil.

Mochila Política 57
Año 2; Octubre 26, 2018
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