Anécdota cardenista: un lamento demagógico

Empezaremos contando una anécdota que tuvo lugar durante el sexenio del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940).

Acababa de celebrar el general un mitin en alguna pequeña ciudad de provincia y a continuación fueron muchos los campesinos que deseaban estrechar su mano, a lo cual accedió gustoso el político michoacano, tanto así que los saludos se prolongaron durante más de dos horas.

Una vez que se hubo retirado el último, ante la insinuación de que quizás se había excedido en sus gestos de amabilidad, el presidente respondió:

Cuando a la gente no se le puede dar nada, al menos hay que darles la mano.

Una frase demagógica que, sin proponérselo, contiene una dura crítica al gobierno de Lázaro Cárdenas.

“Cuando a la gente no se le puede dar nada”, dijo el entonces presidente. Y nosotros preguntamos:

* ¿Acaso está obligado el gobierno a darlo todo sin pedir a cambio un mínimo esfuerzo?

* ¿Por qué motivo se reconoce de antemano que “no se puede dar nada”?

Creer que la función del gobierno es comportarse como un papá consentidor, es desvirtuar la finalidad que debe tener presente el buen gobernante.

La función del gobernante no es tanto el dar, sino más bien crear una serie de condiciones que le permitan a la gente superarse y salir adelante.

Más que comportarse de una manera paternalista, que lo único que hace es fomentar la irresponsabilidad, lo que debe hacer todo gobernante que se jacte de prudente, es facilitar que quienes realmente tienen iniciativa y ganas de trabajar logren progresar.

Pues bien, a pesar de aquel lamento demagógico que hemos citado y que tanto ensalzan quienes añoran los tiempos de Lázaro Cárdenas (si es que aún queda alguno), la realidad es que dicho presidente fue nefasto, pues si por algo se caracterizó fue por hacer exactamente lo contrario de lo que dicta el más elemental sentido común.

El que la CNC (Confederación Nacional Campesina) chantajeara a la gente del campo con quitarle sus parcelas si no se afiliaban al Partido Único y si no asistían a mítines de apoyo, provocó que el campesino se desanimara y abandonara su lugar de origen para irse, o bien de bracero a Estados Unidos, o bien pasando a engrosar los cinturones de miseria dentro de las grandes ciudades.

Desde luego que esa invasión campesina en los suburbios de capitales como el entonces Distrito Federal, Guadalajara o Monterrey, se convirtió en caldo de cultivo de donde brotaron los típicos “mil usos”, así como infinidad de ladrones y asesinos.

Y es que el hambre es muy mala consejera.

Con lo sencillo que hubiera sido darle la tierra en propiedad al campesino, quien, al sentirse dueño, se encargaría de cultivarla y procurar que sus productos fuesen los mejores del mercado.

De ese modo, México entero tendría alimentos en abundancia, pues, al entrar en juego la libre competencia, los productos serían baratos y de muy buena calidad.

Si eso hubiera ocurrido, el general Cárdenas no tendría necesidad de emitir un falso lamento con lágrimas de cocodrilo en el sentido de que “cuando a la gente no se le puede dar nada, al menos hay que darle la mano”.

Claro está que si los campesinos fuesen auténticamente libres –y no esclavos–, no tendrían necesidad de vagar por las calles suplicando que les diesen un pedazo de tortilla ni mucho menos hacer cola para hacerle caravanas a la Esfinge de Jiquilpan.

Y lo mismo se puede decir de los ataques que durante el cardenismo sufrieron los dueños de empresas y de propiedades. A todos se les hostilizó por medio de reglamentos confiscatorios, quedándose el Estado con gran parte del fruto de su trabajo.

El resultado fue paradójico: El aparatoso derrumbe de la economía mexicana, que trajo consigo una población empobrecida dentro de un país que, por sus abundantes recursos naturales, es uno de los más ricos del mundo.

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