Cómo la Iglesia construyó la Civilización Occidental

Thomas E. Woods

La Iglesia indispensable

La fe cristiana apoya a la razón, la ilumina y nunca la desorienta. El cristianismo es la religión de la Razón. Ha habido grandes logros en los campos del arte, la ciencia, la filosofía, el derecho, la técnica… Frente a otras grandes civilizaciones, hemos jugado con ventaja. Nuestro “as en la manga” ha sido la fe cristiana que tensa a la razón y la espolea hacia sus más altas cumbres.

La fe de la Iglesia invita a los hombres a creer en el poder de su propia razón. Esta fe salvaguardó los textos clásicos que elevó a Europa por encima de la barbarie posterior a la caída del Imperio Romano. No cualquier fe apoya el desarrollo de la investigación filosófica y científica. Le reconoce a la razón su legítima autonomía y se hace un creativo equilibrio por el que la fe asume el lenguaje de la razón para explicarse a los hombres, y, a la vez, la razón guiada por la fe, alcanza resultados inéditos en el orden teórico y práctico.

El bello edificio de la civilización occidental hoy se tambalea porque se pretende erradicar toda influencia de la fe católica en la vida pública, familiar e individual. Un posmoderno relativismo niega la posibilidad de que la razón pueda descubrir una verdad objetiva y, por lo tanto, un orden y una jerarquía moral de la realidad. Ahora la Iglesia es la única que defiende el orden natural que, como bien común, pertenece a todas las personas, sean católicas o no.

Las universidades, el compromiso con la razón, la argumentación racional y el espíritu de investigación que caracterizan a la vida intelectual de Europa, debe mucho a la Iglesia de Jesucristo, pero este ha sido hasta ahora “el secreto mejor guardado de la civilización occidental”, afirma Antonio Cañizares. Y efectivamente, la civilización occidental tiene una gran deuda con la Iglesia Católica por la existencia de las universidades, las instituciones benéficas, el Derecho Internacional, la música, el arte, la arquitectura y las ciencias. Y su huella va mucho más allá de estos ámbitos. La civilización occidental debe a la Iglesia mucho más de lo que la mayoría de la gente cree ya que lo cierto es que ella configuró la civilización occidental. Naturalmente, Grecia, Roma y las civilizaciones antiguas pusieron también de su parte, la Iglesia las ha asimilado y ha aprendido lo mejor de todas ellas.

La mayoría de los historiadores de la ciencia – A.C. Combie, David Lindberg, Edward Grant, Stanley Jaki, Thomas Goldstein y J.L. Heilbron- han concluido que la revolución científica se produjo gracias a hombres de Iglesia. Aun cuando cerca de 35 cráteres llevan el nombre de científicos y matemáticos jesuitas, la contribución de la Iglesia a la astronomía es prácticamente desconocida. Además, todo mundo sabe que los monjes preservaron la herencia literaria del mundo antiguo, tras la caída del Imperio romano. Los monjes proporcionaron a toda Europa una red de fábricas, centros para la cría de ganado, centros de investigación, el arte de vivir la predisposición a la acción. En resumidas cuentas, una avanzada civilización que surgió del caos y la barbarie circundante. San Benito y sus benedictinos fueron los padres de la civilización europea (J.L. Heilbron).

La Iglesia enseñó por primera vez al hombre occidental lo que es un sistema legal moderno. Enseñó que costumbres, estatutos, casos y doctrinas en mutuo conflicto pueden reconciliarse mediante el análisis y la síntesis.

La noción de los “derechos” ordenadamente formulados proceden del Derecho Canónico. La ayuda a los pobres, en lo material y en lo espiritual, fue un fenómeno nuevo en el mundo occidental gracias a la Iglesia.

Los siglos VI y VII supusieron un profundo retroceso cultural por las invasiones bárbaras que destruyeron ciudades, monasterios, bibliotecas y escuelas, e hicieron la vida imposible para el intelectual y el científico. Los bárbaros carecían de literatura y apenas conocían la organización política, más allá de la lealtad debida al jefe, para ellos el homicidio y la venganza eran sinónimos de justicia. Además, la Iglesia puso fin a prácticas repugnantes del mundo antiguo como en infanticidio y el combate de gladiadores, e instruyó a los bárbaros y así permitió su progreso.

Cuando Clodoveo se convirtió en rey de los francos, en 481, y se casó con Clotilde, quien lo convierte a la fe católica en 496. Habrían de pasar otras cuatro centurias para que los pueblos bárbaros que poblaban Europa occidental se hicieran cristianos. La identificación de los pueblos bárbaros con sus dirigentes era muy fuerte. Si el monarca se convertía, el pueblo le seguía. El pueblo franco se transformó en constructor de la civilización con Carlomagno (aprox. 768-814). Carlomagno, que no sabía leer ni escribir, dio un fuerte impulso a la educación y a las artes, y solicitó la ayuda de los obispos para formar escuelas en torno a las catedrales lo que provocó un cambio en la vida intelectual. A esto se le llama el Renacimiento carolingio. El conocimiento del latín permitía el estudio de los padres de la Iglesia latina como de la Antigüedad clásica. Todo nuestro conocimiento de la literatura antigua se debe a la recopilación iniciada en este periodo.

Tomás Moro decía que nadie ha lamentado en su lecho de muerte haber sido católico.

Cómo los monjes construyeron la civilización occidental

Carlomagno anhelaba el nacimiento de una civilización aun más gloriosa que la de Grecia y Roma, pues, según Alcuinio de York, los hombres de los siglos VIII y IX poseían lo que esos antepasados no tuvieron: la fe católica. Pese al azote de los invasores vikingos y musulmanes en los siglos IX y X, el espíritu de aprendizaje estuvo siempre vivo en los monasterios. En su faceta de educadora de Europa, la Iglesia fue la única luz que sobrevivió a las constantes invasiones bárbaras.

Los grandes monasterios, especialmente en el sur de Alemania, fueron los únicos reductos de vida intelectual en pleno resurgimiento de la barbarie que amenazaba con aplastar a la Cristiandad. Noventa y nueve de cada cien monasterios podían ser quemados, pero bastaba con que quedase un solo monje para reconstruir el conjunto de la tradición. Una centuria más tarde, los monasterios ingleses y normandos figuraban entre los principales de la cultura occidental (Christopher Dawson).

Una figura brillante fue Gerberto de Aurillac, el hombre más culto de Europa, dirigió la escuela episcopal de Reims. “El justo vive de la fe –decía- pero es bueno que combine la ciencia con la fe”. Más tarde adoptó el nombre de Silvestre II al ejercer el papado (999-1003).

En el siglo XIV la Orden benedictina había proporcionado a la Iglesia 24 papas, 7,000 arzobispos, 15,000 obispos y 1,500 santos canonizados. La Orden llegó a tener 37,000 monasterios. Una importante labor de ellos era el cultivo de las artes prácticas como la agricultura; recuperan la agricultura en gran parte de Europa; transformaban las tierras vírgenes en cultivos, criaban ganado, drenaban pantanos y desbrozaban bosques. Los monasterios benedictinos eran una universidad agrícola para la región en la que se ubicaban, transformaron amplias zonas del continente en tierras cultivables. El trabajo manual era la piedra angular de la vida monástica.

Las tierras que ocupaban eran las más recluidas porque reforzaban su vida en soledad, y porque eran las tierras que los donantes laicos podían ofrecer con mayor facilidad. Los pantanos de Southampton, en Inglaterra, son un ejemplo de la saludable influencia de los monjes en su entorno geográfico.

Abordaban las técnicas de fermentación de cerveza, la apicultura o el cultivo de las frutas. Los monjes fueron pioneros en la producción del vino, que usaban tanto para la celebración de la Santa Misa, como para el consumo diario. El descubrimiento del champagne fue obra de un monje, Dom Perignon, experimentando con distintas mezclas de vino.

En Suecia desarrollaron el comercio del grano; en Parma fue la elaboración del  muchos otros lugares los mejores viñedos. Almacenaban el agua en primavera para distribuirla en épocas de sequía. Los campesinos de Lombardía aprovecharon las técnicas de regadío aprendidas para transformar su región en una de las más ricas de Europa.

Fueron también los monjes los primeros en practicar la cruza de ganado para obtener mejores especies. En algunos lugares los labradores habían dejado el arado por considerarlo degradante, sin embargo, al ver a los monjes cavar zanjas y arar los campos, los campesinos regresaron a su noble oficio (Henry H. Goodhell).

El monasterio cisterciense de Claraval ha legado una crónica de sus sistemas hidráulicos del siglo XII, que da cuenta de su asombrosa maquinaria. Mediante la energía hidráulica se molía el grano, se tamizaba la harina, se elaboraban telas y se curtían pieles. Todos los monasterios cistercienses tuvieron el mismo grado de progreso tecnológico pues los abades tenían una reunión anual con el fin de compartir sus avances. Estos monjes destacaron también por su destreza metalúrgica. Elaboraban el metal para su uso y vendían sus excedentes. Fueron los principales productores de hierro de la región franca. Empleaban como fertilizantes la escoria de sus hornos porque contenían fosfatos.

El primer reloj de que tenemos noticia fue construido por el futuro Papa Silvestre II para la ciudad alemana de Magdeburgo. Los monjes de San Benigno de Dijon compartían lo que sabían de medicina.

La Regla de San Benito obligaba a los monjes a dispensar limosnas y a ofrecer hospitalidad. Copenhague debe su origen a un monasterio que atendía a las víctimas de los naufragios. La labor más conocida de los monjes fue la copia de manuscritos sagrados y profanos. Esta fue su obra inmortal ya que gracias a ella sobrevivió el corpus de literatura latina. La labor de copista era exigente y laboriosa.

Las universidades ayudaron a construir la civilización occidental

“Sin estudio y sin libros la vida de un monje es nada”, escribía un monje de Muri. Un cartujo de Inglaterra escribió: “Nuestros libros son nuestro deleite y nuestra riqueza”.

La Iglesia desarrolló el sistema universitario porque era “la única institución en Europa que mostraba un interés riguroso por la conservación y el cultivo del conocimiento” (Lowrie J. Daly, The medieval university). Se fundan universidades en París, Bolonia, Oxford y Cambridge y cobran forma en la segunda mitad del siglo XII; las dos primeras comenzaron como escuelas catedralicias. En el siglo XVI existían más de 80 universidades y no podían dar títulos sin la aprobación del Papa, el rey o el emperador.

Ninguna otra institución hizo más por difundir el conocimiento, dentro y fuera de las universidades, que la Iglesia católica. Los estudiantes alquilaban los libros ya que eran muy costosos. En el siglo XII se realizó una intensa actividad traductora, con lo que se recuperaron muchas obras del mundo antiguo, entre ellas, la geometría de Euclides; la lógica, la metafísica, la filosofía natural y la ética de Aristóteles, y los trabajos médicos de Galeno. Se descubrió el Digesto de Justiniano –un compendio de Derecho Romano-, y así florecieron los estudios legales, particularmente en Bolonia.

Abelardo asombró por su adhesión a la razón para abordar las cuestiones teológicas y su labor culminó un siglo más tarde con Santo Tomás de Aquino. Abelardo nunca se sirvió de la razón para socavar la fe. Abelardo influyó también en Pedro Lombardo (1100-1160), autor de las Sentencias, texto fundamental en los cinco siglos siguientes.

La Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino planteaba y respondía millares de preguntas sobre filosofía y teología. Escribió cinco vías para demostrar la existencia de Dios por medio de la razón.

La Iglesia y la ciencia

Aunque el incidente de Galileo hubiera sido tan negativo como la gente supone, John Henry Cardinal Newman, encontró revelador que éste fuera casi el único ejemplo que la gente es capaz de citar, al decir que la Iglesia ha impedido el avance científico.

La controversia giraba en torno a la obra del astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), quien procedía a una familia religiosa perteneciente a la Tercera Orden de Santo Domingo. Copérnico dominaba todos los conocimientos astronómicos acumulados hasta este momento, ampliamente debidos a Aristóteles y a Ptolomeo (87-150 d.C.). Su aportación sustancial fue la de situar al sol en el centro del universo; este modelo heliocéntrico sugería que la tierra giraba alrededor del sol, como el resto de los planetas.

En 1616, después de que Galileo enseñara el sistema copernicano, las autoridades eclesiásticas le pidieron que la teoría de Copérnico fuera tratada como hipótesis. Galileo aceptó y continuó su trabajo. Más adelante, la condena de Galileo –que fue ciertamente un tropiezo de la Iglesia- contribuyó a establecer el mito de la hostilidad hacia la ciencia. Se le pidió rezar unos salmos y murió en su cama acompañado de sus seres queridos.

Cómo la Iglesia ayudó a construir el arte occidental

Los siglos VIII y IX presentaron el auge de la iconoclastia, que rechazaba el cultoa las imágenes o figuras religiosas , la descripción artística de Jesucristo y de los santos. De haber arraigado esta idea, pinturas, esculturas, mosaicos, vidrieras, manuscritos iluminados y fachadas de catedrales de gran belleza, jamás habrían llegado a existir.

La iconoclasia se originó en el Imperio Bizantino con el emperador León  III (aprox 717-741), quien decidió abolir el uso de iconos entre los cristianos de Oriente, por razones que siguen siendo oscuras.

Juan damasceno salió a la defensa de los iconos con argumentos de peso. Recuerda que Dios dice en la Sagrada Escritura que la materia es buena: “Dios vio todo lo que había creado y comprendió que era bueno”. Escribe: “no venero la materia sino al creador de la materia, que para salvarme se convirtió en materia y aceptó morar en la materia (…) ¿No son materia el cuerpo y la sangre de mi Señor?”.

Los propios bizantinos abandonaron finalmente la iconoclasia en 843 para recuperar la representación de Cristo y de los santos en el arte. El Concilio III de Nicea abordó este tema. Gracias a esto ahora podemos contemplar las hermosas imágenes de las Madonnas de Rafael o La Piedad de Miguel Ángel, o los pórticos de las grandes catedrales de la Alta Edad Media.

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FICHA: Woods, Thomas E. (2007). Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental. Madrid: Ed. Ciudadela libros, 274 págs.

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