Votemos en México por un auténtico hombre de Estado

“El que no se sabe gobernar a sí mismo, ¿cómo sabrá gobernar a otros?” –dice un viejo refrán. Desde luego que muy mal.

Aquel candidato que no tiene unidad de vida, es decir, que carece de coherencia –de criterio– en lo que hace, dice y piensa, no podrá ganarse la confianza de los ciudadanos.

Eso es lo que tienen muchos políticos: un desorden en la cabeza y en los afectos: por un lado, no saben poner orden en su casa, y por otro, se empeñan en dirigir un país. Irónico, ¿verdad? Pero es una realidad.

¿Por qué tantas crisis económicas, sociales, educativas, familiares, religiosas, etc.? Acaso será porque se oculta la verdad de los hechos y se maquilla la realidad de los hechos, lo que revela ya una actitud peligrosa –tratando de hacer creer a los demás que lo negro es blanco y que lo amarillo es rojo–.

Querer gobernar siendo personalmente desordenado, es tan absurdo como querer escuchar la grabación de una aria de ópera interpretada por un mudo.

¿Cuál sería la formación necesaria para que un gobernante dirija con eficacia?

La respuesta es clara: debe tener criterio, basado en el sentido común. Un dirigente necesita estar bien formado en el terreno de las cosas, en el campo de las ideas y ser un profundo conocedor de las personas… en toda su dignidad humana. Por ejemplo, es necesario que esté a favor de la vida. Esto es sólo un botón de muestra, pero piedra angular de lo que exigimos del futuro Presidente.

Están ya muy conocidos los candidatos; por eso, la apariencia ya no funciona. Cubrir las exigencias de un auténtico hombre de Estado implica una formación excepcional, tan extraordinaria, que sólo unos pocos mexicanos están adecuadamente capacitados para dirigir a México a su alto destino.

Esto, en el entendido de que para asumir el poder se necesita del convencimiento de los gobernados –manifestado mediante los votos–, de modo que la relación gobernante-gobernado se realice sin violentar la verdad y la libertad de los ciudadanos y sus asociaciones políticas, económicas, sociales, religiosas, etcétera.

Y es que, desear locamente el poder por el poder mismo, sólo provocaría que los mejores proyectos de Nación fracasen, se doblen como un churro, porque no hubo personas capaces.

No basta con conocer los mecanismos necesarios para llegar al poder y permanecer en él. Sólo con autenticidad, se llega a conocer efectivamente ése Bien común, de cuyo respeto y defensa dependen la concordia entre los gobernantes y los gobernados, la humanidad de las decisiones, el acatamiento a la libertad de la persona, la unidad del país…

Además, el gobernante debe ser un hombre capaz de comprender el mundo de las ideologías, sin caer en la ingenuidad de que éstas son una panacea, que sólo basta aplicarlas para que las cosas salgan. No, las metas NO se alcanzan con ideologías; las metas se alcanzan con trabajo eficaz, ordenado, constante, que dignifique al hombre… y siempre escuchando a la ciudadanía y atendiendo al sentido común.

Si no fuera así, el dirigente quedaría atado de manos por los expertos que lo asesoren en los aspectos que no domina, y en la práctica, dejaría de ejercer el gobierno. Y la obediencia del ciudadano convencido se resentiría, por los efectos dañinos que provoca todo desgobierno.

La formación del próximo Presidente tiene que ser integral: Debe ser una persona que cuide y domine todos los aspectos, por muy complejo y arduo que le resulte hacerlo así: no quiero decir que no delegue, pero lo debe hacer en un equipo capaz. Y que tenga la humildad de reconocer sus errores (que es una cosa muy bella), y corregirse.

El ciudadano que no ejerce el poder es sumamente difícil de contentar, y para mantenerlo feliz, el gobernante necesitará ser sensible no sólo a las necesidades materiales más apremiantes, sino crear las oportunidades para hacer que las personas hagan subsidiariamente lo que tienen que hacer. Pero es importante decirlo, tendrá que abrir incontables cauces para construir e influir con ideas sensatas. No olvidemos que se aprende más escuchando, que imponiendo.

Más aún: el próximo Presidente requerirá –más que nunca– ser un gobernante con deseos de autenticidad, de veracidad, de perfección, nada ingenuo y muy prudente. De lo contrario, los corruptos lo tratarán al antojo de ellos.

A mi juicio, el Presidente que elegiremos debe irradiar –además de las cualidades mencionadas– fortaleza, solidez, integridad y seguridad propia. La explicación es sencilla: un mandatario prudente pondrá los medios para rodearse de un clima de veracidad y de confianza con las demás personas, pues la verdad une. Pedirá consejo para entender las necesidades y opiniones ajenas, para ver la realidad con la mayor objetividad posible, y actuar en consenso democrático.

Recordemos que los buenos conductores de Estados no se han elevado a la categoría de “grandes hombres”. Dice un adagio chino: “Dios libre a los pueblos de los grandes hombres”.

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Gabriel Martínez Navarrete

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