En busca de la felicidad (3)

En la columna anterior El Principito visitó el cuarto asteroide. En él vivía un hombre de negocios que poseía quinientos millones de estrellas: era una persona seria y cuidadosa; pasaba el tiempo contando su enorme tesoro al grado de transmitir la impresión de que sólo vivía para contar. Y aunque cada día aumentaba su fortuna el hombre de negocios no era feliz. Poseía suficiente dinero para comprar más estrellas que sumadas a las anteriores le impulsaban a contarlas de nuevo. Tan arrimado a su dinero, no se percató de la presencia del principito Toda su vida consistía en contar y contar su fabulosa riqueza.

«¿Y de qué te sirve ser rico?», preguntó.

«Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre”.

El Principito era un observador muy agudo de la realidad que se presentaba a su consideración. Así que después de escuchar al hombre de negocios le expesó su pensamiento con las siguientes palabras:

«Yo —dijo aún— tengo una flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas…”. Y en seguida “El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta”.

Tal vez, estimado lector, no atinó a contestar porque la estrella más importante no era suya. En su elenco de estrellas faltaba la más brillante, la única estrella con la que había podido intercambiar algunas palabras. Al hombre de negocios le habían interrumpido tres veces en su vida: un abejorro, una crisis de reumatismo y El Principito. Una vez que abandonó el cuarto planeta el principito continuó con su viaje por los asteroides.

“El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de todos, pues apenas cabían en él un farol y el farolero que lo habitaba”. No había más espacio en el quinto asteroide porque el farolero y su farol lo llenaban todo, ellos eran lo único importante. Pero aún así el principito logró colarse e iniciar el diálogo con tan curioso dignatario. Pero antes se dijo a sí mismo: «Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente útil».

En voz del farolero, su planeta giraba cada vez más rápido. Por eso debía apagar y encender el farol más veces que antes cuando el asteroide era más lento. El farolero estaba cansado, harto de su trabajo porque lo que le gustaba no era ser útil a los demás, sino precisamente dormir y ahora dormía menos. Su trabajo era útil pero su felicidad estaba orientada al descanso, a dormir, dormir y dormir. El Principito pensó: “es el único que no me parece ridículo, quizás porque se ocupa de otra cosa y no de sí mismo”. Me parece que el farolero se ocupaba realmente de si mismo, de su trabajo como farolero. Era lo único importante para él. El Principito se dio cuenta inmediatamente que prender y apagar el farol le impedía al farolero destinar tiempo para cultivar la amistad. Por eso caviló: «Es el único de quien pude haberme hecho amigo. Pero su planeta es demasiado pequeño y no hay lugar para dos…». Es decir: no hay lugar para la amistad. No se puede ser amigo de una cosa. Sólo se puede ser amigo de otro yo. Solo se puede fincar y cultivar la amistad con amor mutuo de benevolencia. Manzoni, en Los Novios, escribió que los verdaderos amigos se conocen “en la cama y en la cárcel”, es decir, en la enfermedad y en la desgracia; añado: en las buenas y en las malas.

El sexto planeta era muchas veces más grande, y “estaba habitado por un anciano que escribía grandes libros». Era un sabio en geografía. Competente en la teoría, inepto en la práctica. Necesitaba datos y exploraciones. Dependía de las investigaciones y hallazgos de otros. Le interesaba lo que nunca cambia, lo que siempre es así. Escribía sobre cosas eternas. El libro no insinúa si era feliz o no.

“—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó.

—La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación…”

¿Qué piensa usted?, ¿somos felices o no?

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Rubén Elizondo Sánchez

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